domingo, 14 de abril de 2013

Tristitia como compañera eterna

Estoy cansado de todo esto. Incluso escapando de la rutina encuentro otra rutina. Incluso dejando de lado la indiferencia para sentir, me topo de bruces con una hoja en blanco y un texto que no leeré y que mi mente escupe con rabia. Después de tantos años de crecer física y psicológicamente he llegado a la conclusión de que en esencia apenas no he evolucionado. O sí, creo que quienes me conocen lo hacen mejor que yo mismo, así que son ellos y ellas los que podrían hablar sobre ello con propiedad. Yo siento que no he cambiado en lo más profundo de mi ser.

Sigo buscando la calma en uno mismo, continuo buscando un rincón en el que esconderme del mundo, y de todos vosotros. Sigo escribiendo y sigo vomitando lo que siento sin temor a que todos podáis leerlo porque es una carga que, de no compartir, pesaría demasiado. No ha cambiado mi fascinación por lo oscuro, por lo desconocido y por lo ajeno a la mayoría. Sigue siendo mi pasión la cultura clásica, la cultura que se aleja de la contemporaneidad, aquello que quedo cubierto del polvo de sus propias ruinas, como el ser humano tras morir. En definitiva, se podría decir que amo lo que ya está muerto y que la vida me fascina, pero solo en su justa medida. Una ciudad medieval atrapada en el anacronismo está finada en la actualidad, pero entre sus murallas ya no corretean niños hambrientos, ni soldados ataviados con gruesas armaduras, ni reyes despóticos. No, ahora solo se desliza la sombra de la sombra de un fantasma que nunca existió. Y yo mismo. Por eso me fascina tanto la muerte y el pasado, porque puede hacerte la misma compañía que el mejor de los amigos: la soledad. La convergencia entre el pasado y el presente es algo que atrae mi atención como una mujer hermosa. ¿Y qué ciudad posee multitud de capas históricas? Barcelona. Siempre hay una excusa para viajar hasta Barcelona y perderme entre sus murallas ennegrecidas y sus callejones góticos.

Pero estos dos párrafos solo demuestran lo poco que me contenta la vida aun teniendo uno de los mayores tesoros que en esta época casi nadie tiene la suerte de poseer: unas amistades fraternales. Si la muerte rozara a una de estas personas saltaría los muros de la metafísica para arrancarla la guadaña y tallar sus huesos lentamente. Lovecraft dijo que "con extraños eones incluso la muerte puede morir".

Si soy tan afortunado, entonces... ¿Por qué me siento así? ¿Qué quiero realmente? ¿Por qué un año repleto de cosas que un hombre común querría hacer a todas horas no me llena en absoluto? No lo entiendo, ni nunca lo entenderé. A veces pienso que no debería haber nacido siendo yo, que ha habido un error divino o algo por el estilo.

Por último, es ese maldito sentimiento el que hace que toda la mierda que llevo dentro salga a la luz. Sin ello, sería estúpidamente feliz, escondería el dolor tras una máscara de marfil, dura y blanca. Brillante. Pero no es así. Sí siento eso; sí. Es como una espada clavada en el estómago, es como una lanza que te atraviesa la garganta y que impide pronunciar una palabra tras otra en una sucesión lógica, como borbotones de sangre que te atragantan. Estoy seguro que quien haya leído hasta aquí sabe de lo que hablo. Es algo que nunca se siente cuando se desea. Aparece cuando menos lo deseas y te destroza poco a poco. No es bonito, es terrible, es como una enfermedad que te consume poco a poco, como una lepra del alma. Lo das todo por una convicción que ni siquiera es tuya ni es legítima. Dejas de lado todo lo que estuvo siempre a tu vera para darle la mano a un desconocido. Es una enfermedad, lo es...

De todos modos no diré que no quiero sentir. La indiferencia me provoca más tristeza que la propia tristeza y, además, es una tristeza que ni siquiera me inspira. Es vacío. Es nada. El sufrimiento forma parte de la vida y engendra los párrafos que tenéis arriba, pero de vez en cuando quiero vivir estúpidamente feliz. ¿Dónde ha quedado mi espíritu adolescente? No han pasado tantos años... ¿O sí?

miércoles, 10 de abril de 2013

Hoy no tengo nada que leer

Me encuentro en la cama de mi habitación, sin nada que leer, salvo las palabras a las que yo mismo doy vida. Mi receptáculo no es maravilloso, no se trata de una alcoba protegida por finas cortinas de seda o de los aposentos pétreos de un rey. No, estoy sentado sobre una cama perteneciente a la época contemporánea, producida seguramente en serie y sin nada particular o reseñable.

Ni siquiera sé si es miedo lo que siento al tratar de expresar mi debilidad más terrible, o si es desconfianza hacia los pocos lectores de los lamentos de este incursor de dolor. Cuando sé que el día está a punto de terminar me siento feliz al pensar que volveré a mi completamente normal cama, y no por el descanso que promete, sino por los sueños y los mundos que me abren mis compañeros más silenciosos.

Puedo estar días, semanas e incluso un mes entero sin leer, pero la certeza de que esa obra me está esperando hace de mis días una estrella algo más brillante. Todos los libros son distintos, y todos los autores, un universo. Leer es querer conocer a esa persona que sujetó la pluma o tecleó las articulaciones de un portátil barato. Leer es querer crecer. Leer es aprender a ser lector. Leer es dialogar con uno mismo y escribir es llegar a un acuerdo. Leer es una lágrima y una sonrisa, un puñetazo y una caricia, una muerte y una vida nueva, un agravio y una poesía.... Todo ello combinado provocando un Big Bang sensorial.

Evidentemente, no soy tan melodramático como para sentir tristeza ante la ausencia de una novela que rellene los huecos de mi eterna noche psicológica, pero sí siento un vacío que me parece ridículo. Hay millones de obras por conocer y una vida muy corta por delante en comparación. Y hoy, no tengo nada que leer. Esta incertidumbre solo demuestra incultura e indecisión por mi parte, y nada más. Si fuera sabio, podría titular esta entrada como mi novela favorita: "El temor de un hombre sabio". Lástima, quedaría muy solemne.

Por último y más importante, la novela es mi psicóloga, y ni siquiera me pide favores a falta de cobro. La novela me ayuda a olvidar que recuerdo. La novela es mi capucha cobarde y mi camarada muda. La novela desactiva la capacidad que me dio mi cerebro para preocuparme por lo más nimio. La novela es mi amante y mi mujer infiel.

La novela es la única opción que tengo de huir de mi mismo y, por ende, de ti, seas quien seas.

Hoy no tengo nada que leer, pero la escritura es la lectura de mi ayer.

Y ya va siendo hora de escribir un relato.