Después de todo el dolor blandido por la inseguridad y la incertidumbre, de compartir plato con la nada y sostener la mirada al vacío, alguien abrió la puerta del salón del estancamiento, empujó a mis pesarosos comensales y, ante mí, hendió su puñal de pasión sobre sus pechos henchidos en maldad.
¿Qué puedo decir? El miedo corría por mis venas como la sangre que me da la vida. Se reiniciaba el proceso de vivir y me obligué a mí mismo a levantarme, a despegar mi cuerpo de esa silla de rutina. Todo lo que podía ver era fuego y hielo. La nueva incorporación clavó sus iris en mí e intenté huir de inmediato, pero al percatarme de que no me seguía recapacité y mantuve la compostura. Nadie puede reprocharme la cobardía de la que hice gala en la ornamentada habitación de mi alma pues allí no permanecían más que ese ser y mi propio ego.
Varios cadáveres decoraban la larga y robusta mesa que regía el lugar. Ello se acercó lentamente a mí, en un primer amago de movimiento tras sus actos mortales. Sus ojos seguían en comunión con los míos. No me alejé, fui hacia ello. Las sombras detallaban su cuerpo, impidiéndome ver su piel. No divisaba su sexo. ¿Era hombre o era mujer? O quizá no fuera humano. Recuerdo que no pensé en ello en aquél momento. Me resultaba tan fascinante que algo hubiese conseguido entrar en los resquicios más insanos de mi alma que poco me importaban el resto de factores a tener en cuenta.
Un órgano lúgubre sonaba a cada paso que ambos dábamos. Una comitiva de violinistas, violoncelistas y arpistas daban paso a algo nuevo. A medida que nos acercábamos, la sala se derruía y se generaban nuevas formas. A nuestro paso aparecieron iglesias románicas, catedrales barrocas, frisos clásicos, pórticos de templos griegos, ruinas de civilizaciones olvidadas, tumbas de poetas no reconocidos y criptas de los reyes más grandes que ha dado la historia. Si nada de ello hubiese ocurrido en el pasado, seguramente el ente que tenía ante mí y yo mismo jamás hubiésemos compartido el oxígeno de un mismo lugar.
He escogido finalmente quedarme encerrado en mi propio ser, con ello sentado a mi lado. Compartimos experiencias de la vida y la muerte, definimos con precisión un sentimiento y dibujamos en el castillo de mi fuero interno todas las formas que ha dado el ser humano y que han entregado a la Tierra seres desconocidos. Me gusta, no duele. Sé que con el paso de las manillas del reloj que decora la pared de mi fortaleza ello me abandonará. Para entonces quizá ya han vuelto mis compañeros asesinados: La inseguridad, la incertidumbre, la nada y el vacío.
De momento disfrutaré del momento. Un Carpe Diem eterno al lado de ese ser oscuro.
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