martes, 8 de enero de 2013

Ser el Dios del Tormento

A veces quisiera abandonar este cuerpo humano para convertirme en un ente divino. Mi objetivo no sería disfrutar de las ventajas que eso me otorgaría, sino aprovechar mis nuevos poderes para causar estragos sobre la Tierra que únicamente afectaran al ser humano. Y no lo haría por diversión.

El Dios del Tormento sufre cada muerte que causa, pero necesita que la lluvia de sangre dé vida a su cultivo de regadío. El Dios del Tormento agradece cada ruptura y cada brecha en una relación interpersonal, se masturba cuando sabe de un divorcio y viola a las viudas que son aún jóvenes, pero no siente placer. Llora con cada ánima que siega y se lamenta por cada brecha que fisura la Tierra.

Alza su espada oxidada del más rudimentario metal y ondea su maza, purulenta a causa de todas las cabezas infectadas que ha visto estallar. Es un ser grotesco pero inefable, no tiene forma. El látigo que pende de lo que debería ser su cintura está ataviado con las espinas de lo que un día fueron sus vértebras, y el mango queda cubierto por una masa grisácea que otrora ocupó la boca del ser.

La tempestad carmesí cae sobre el ser humano y el Dios del Tormento ríe con pesar. Cada lágrima que derrama duele como una puñalada en la rótula. Por supuesto, no es inmortal, ni invencible. La resistencia trepa por su viscosa esencia y una y otra vez le ensartan con materiales cotidianos.

Pero él ríe y llora y el mundo es solo la chimenea de su hogar.

Lástima que ni por asomo pueda ser así, lástima que a veces mi carencia de materia oscura me provoque un dolor agudo. Por desgracia, carezco de escudos pues pensé que ya no los necesitaba, y no tengo ánimo de dañar al prójimo, aunque cada vez lo noto más tentador.

Creo fervientemente que no puede haber felicidad sin tristeza. ¿Ocurrirá lo mismo con el amor y el odio?

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